Era una chica peculiar, como cualquier persona. Sonreía
cuando se cruzaba con un gato negro, pasaba siempre por debajo de las escaleras
y se aseguraba de romper un espejo al menos una vez cada siete años. Nunca
jugaba ni apostaba en nada que dependiera del más puro azar. Aquella chica no
creía en una suerte o en un destino determinados. A fin de cuentas, ¿quién era
nadie para dirigir el rumbo de su vida? Ella hacía su propio camino, piedra a
piedra, y construía su propio destino, letra a letra.
Y todo comenzó como comienzan las grandes historias, con una
simple frase en un libro: “solo podemos elegir qué hacer con el tiempo que se
nos ha dado.” Esas palabras se acomodaron en lo más profundo de su ser y la
acompañaron toda la vida, recordándole que no podía ser el motor que moviera
todo el mundo, pero sí podía ser el que moviera el suyo propio, que era uno de
sus engranajes.
Tenía la capacidad de lograr todo aquello que se propusiera,
porque tenía una inquebrantable fe en sí misma. Quizá por eso en su lápida
ponía: “Aquí yace un ser verdaderamente poderoso.”
Irene, 2017
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