El corazón le golpeaba con fuerza en el pecho, casi al mismo
ritmo al que los cascos de su caballo levantaban la polvareda del camino. A lo
lejos podía ver su destino: una antiquísima torre, construida con grotescos
sillares de piedra que con el tiempo se habían convertido en el asidero de toda
clase de plantas trepadoras.
Llevaba toda su vida preparándose para aquel momento. Había
entrenado hasta sangrar, había estudiado hasta caer rendido sobre las pilas de
libros. Estaba convencido de que, al fin, sus esfuerzos se verían
recompensados: Él era el elegido. Mientras la torre se agrandaba frente a él,
podía oír en su cabeza los vítores que le dedicaría la gente del pueblo cuando
regresara victorioso. Porque iba a regresar, de eso no le cabía duda alguna. Allí
donde tantos otros habían fracasado, él hallaría la gloria.
Al fin, llegó al pie de la fortaleza. Por su tamaño bien
podría albergar un castillo entero en el interior de aquella única torre.
Repasó mentalmente todo cuanto sabía, sin decidirse a entrar. Probablemente, la
prisionera estaría asustada, pero llevaba colgado del pecho lo único que
necesitaba para ganarse su favor: una gema de gran pureza tallada por los
joyeros más habilidosos del reino. Sonrió, acariciando el colgante bajo su
camisa. La princesa llevaba muchos años viviendo allí, por lo que conocería
todos los recovecos de la torre y podría estar en cualquier sitio. Por fortuna,
él también había memorizado todo cuanto se conocía sobre su construcción y
estaba seguro de poder encontrarla.
«Triunfaré», repitió una y otra vez para sí mismo mientras
trepaba por las enredaderas.
Sabía que aquella cara de la torre casi nunca tenía
vigilancia y, por lo tanto, era el lugar más seguro para ascender sin ser
descubierto. Cuando al fin llegó arriba, se encaramó a la ventana y se coló en
el interior sin miramientos.
A su alrededor reinaba la oscuridad. Por lo que había podido
leer, el aceite para las lámparas se había gastado hacía tiempo, así como todas
las velas y, dado que nadie acudía a reponerlo, los habitantes de la torre se
habían acostumbrado a vivir sin luz. También para aquel primer obstáculo se
había preparado el joven caballero durante años. Avanzó tanteando la pared y
los muebles con cautela, procurando mantenerse en el más absoluto de los silencios.
Ni siquiera su respiración perturbaba la tranquilidad del ambiente. Finalmente,
halló las escaleras que descendían a las mazmorras de la torre y continuó su
andanza con el mismo cuidado.
Ya llevaba un rato dejando atrás elevados peldaños de piedra
cuando escuchó un rugido que hizo temblar los cimientos de la edificación.
Estaba cerca. Con el corazón en un puño, desenvainó su espada y se preparó para
atacar.
«Triunfaré», se repitió una vez más.
A los pocos minutos, la cabeza del caballero rodó escaleras
abajo, separada del resto de su cuerpo de un único mandoble. La princesa limpió
su espada con sumo cuidado y regresó a las mazmorras, algo desilusionada por
que aquel héroe hubiera resultado ser otra decepción más. Abajo, enroscada
sobre una montaña de gemas de rara belleza, la esperaba una imponente dragona.
—Tranquila —dijo la princesa, colocando una mano sobre su
hocico—. No dejaré que nadie te convierta en su máquina de guerra. Jamás.
Añadió la gema que antes había estado colgada del cuello del
caballero a la pila y la dragona volvió a recostarse, suspirando de alivio. La
princesa regresó a montar guardia, a la espera del siguiente héroe que tuviera
el valor suficiente para presentarle pelea.
Irene, 2018
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