Grietas. El mundo estaba lleno de grietas.
Las encontraba por todas partes, cada vez más numerosas, cada vez más profundas. Muchas veces no podía evitar hurgar en ellas, y en la mayoría de ocasiones se arrepentía de haberlo hecho.
Había recorrido aquel mundo de parte a parte, asegurándose de que verdaderamente estaba sola. Lo prefería así. Cuando encontraba a alguien surgían más grietas, y entonces debía volver a empezar.
Cada mañana llenaba su cubo de estrellas y trataba de rellenar las grietas con ellas. Pero a veces eran demasiado grandes, demasiado pesadas para contener un universo. Algunas veces trabajaba hasta la noche. De pura frustración, muchas veces había desahogado su rabia golpeando aquellas grietas, aunque ello implicara que se abrieran más.
A veces se dejaba caer, agotada, y deseaba que hubiera alguien allí con quien poder hablar, pese al riesgo de crear nuevas grietas. Pero enseguida se hacía entrar en razón y se repetía a sí misma que nadie querría ir a un mundo lleno de grietas. Un mundo roto, triste: oscuro.
Había ciertamente en aquellas grietas una especie de oscuridad que hacía que no creciera nada a su alrededor. Así, el mundo había terminado por conformarse como una mancha gris, vacía: terriblemente silenciosa.
Pero peores que el silencio eran los días en que había ruido, tanto que al final tenía que cubrirse las orejas con las manos. A veces gritaba, solo para poder ahogar aquellos abrumadores sonidos. Solo para escuchar su propia voz. Esos días eran los más agotadores de todos.
Sin embargo, fuera cual fuera el día que le tocara vivir, siempre terminaba de la misma manera: con ella ovillada en el lugar en el que las fuerzas la habían abandonado, llorando hasta que las lágrimas formaban un imperioso torrente que la arrastraba hasta que se quedaba dormida.
Al despertar, el torrente había desaparecido. Entonces se levantaba, llenaba su cubo de nuevo y todo volvía a empezar.
Como un círculo vicioso del que no hay escapatoria, sus días se repetían de la misma manera una y otra vez. Solo en las ocasiones en que creía oír algo nuevo, un atisbo de alguna otra alma, el corazón le daba un vuelco en el pecho y entonces recordaba que seguía ahí, latiendo. Pero aquella sensación siempre duraba poco, y la esperanza se hacía añicos como un espejo cuyas afiladas aristas abrían nuevas grietas vacías, oscuras: hirientes.
Pero un día, al despertar, vio en una de ellas algo insólito: Entre la oscuridad había brotado una flor. Quedó tan maravillada, tan aturdida, confusa por ese hecho imposible, que se quedó allí todo el día, contemplando la flor. Le contaba cualquier cosa que se le pasaba por la cabeza, por absurda que fuera. Por primera vez en mucho tiempo, se fue a dormir deseando despertar al día siguiente para ver a su flor. Por primera vez escuchó el sonido de su risa, y le pareció tan maravilloso que se prometió no volver a olvidarlo.
Pero para regarla solo tenía el agua de sus lágrimas y esta era tan salada que, al poco tiempo, su flor murió.
Cuando despertó y la vio, triste, gris, vacía de vida como todo lo demás, todas las lágrimas que no había derramado mientras su flor vivió parecieron regresar a ella con fuerzas redobladas. Lloró tanto que creó un torrente tan inmenso que bien podría haber sido un mar, y por él se dejó arrastrar hasta que las fuerzas le fallaron y se quedó dormida, flotando a la deriva.
Despertó en un lugar que se le antojó extraño. Al principio el exceso de luz le dañó los ojos, pero poco a poco logró enfocar la vista. Había tantos colores que apenas fue capaz de reconocer su mundo de grietas. Y había algo más o, mejor dicho, alguien. No sabía cuánto tiempo llevaba esa alma allí, pero descubrió que, con una paciencia infinita, poco a poco había ido llenando las grietas de flores.
El mar de lágrimas se evaporó y, tras él, llegó la lluvia. Una lluvia limpia, fresca, reparadora, que nutrió aquel paisaje reformado. Le había tomado mucho tiempo, esfuerzo y desilusiones, pero la otra alma al fin había podido llegar a ella.
Juntas, llenaron las grietas de flores y de estrellas. A veces aparecían nuevas grietas o las viejas se reabrían, amenazando con devorar todo a su alrededor. Entonces lloraban, formando de nuevo torrentes que al evaporarse traían la lluvia, así las flores volvían a crecer, más fuertes y hermosas que antes.
Las almas no volvieron a olvidar el sonido de su risa. Y, con eso, era suficiente.
Irene, 2018
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