En algún lugar del mundo, en el fondo de un inmenso océano, hubo una vez una ostra que de entre todas sus hermanas fue la única que engendró una hermosa perla.
Desde bien pequeña fue alabada, y una y mil veces su ostra le repitió que era especial, pero lo cierto es que aquella perla observaba al resto de ostras día y noche, y el vacío que en ellas contemplaba impregnaba su alma de soledad.
Pues si bien era única, para la nívea canica eso significaba que no había nadie más como ella. ¿Cómo podría entonces terminar por comprenderse a sí misma?
Sucedió que un día cualquiera la perla decidió que llenaría su vacío viajando, y así rodó por todo el océano, conociendo peces y algas de los cuales aprendió grandes cosas, pero ninguna de aquellas experiencias logró completar ese "algo" inmaterial, que aún no pudiendo verlo ni tocarlo, sentía como mil dagas deformando su lisa y brillante superficie. Y así se cansó de buscar.
Decidió detenerse junto a un arrecife, y continuar su vida con la decepción de quien busca pero no halla. Curiosamente, en el mismo instante en el que desistió, aquéllo que tanto tiempo llevaba anhelando y persiguiendo apareció ante sus ojos. La suave arena del fondo de su azulado mundo estaba salpicada por ostras, y en el interior de cada una de ellas había una perla.
Al principio se extrañó, luego, aún con el miedo palpitando en su interior, se acercó a ellas. Hablaron y hablaron y así fue como la perla descubrió que aunque fuera una entre un millón era única, dado que ninguna de las perlas era exactamente igual a la otra. Habiendo podido comprenderse un poco más a sí misma tras haber hablado con seres de su misma naturaleza, por primera vez, la hermosa perla se sintió especial.
Pues si bien al final todos somos perlas en el inmenso océano, aún no viendo en nosotros mismos cualidad alguna que nos diferencie del resto, somos únicos, somos especiales, y merecemos poder brillar con nuestra propia luz.
Irene, 2013.
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