Ayer, buscando unos papeles, apareció
entre unas carpetas olvidadas en el fondo de la estantería este
pequeño cuento que escribí hace ya dos años. Tenía una profesora de lengua que,
cuando acababas un examen, te pedía que escribieras un cuento que valía para
subir nota. Naturalmente, para mí aquello era una tarea que con sumo gusto
realizaba. Este cuento lo escribí en cinco minutos, con la cabeza algo cansada
por haber estado pensando en mi examen, por lo que, como normalmente hago, os
pido que seáis indulgentes.
Sin más preámbulos, he aquí uno de mis
pequeños. Que lo disfrutéis.
Un saludo:
Irene
La luz de la mañana se filtraba por la ventana
e iluminaba perezosamente la habitación. Mary se tapó con la colcha hasta la
cabeza. Era uno de esos días en los que hace más calor en tu cama que fuera, de
los que no te apetece despertar porque quieres seguir soñando un poco más. Pero
allí estaba el sol, anunciando que la noche había terminado y era hora de
empezar un nuevo día.
La pequeña se fue estirando poco a poco y, al
fin, se levantó. Aireó su cama y se lavó, preparándose para la jornada. Aunque
era un hada joven, las mayores ya le permitían salir a la calle y observar a
los humanos, siempre y cuando fuera prudente.
Para Mary aquellas criaturas sin magia eran
fascinantes. Se movían en enormes monstruos con ruedas y hablaban entre sí a
través de unas piedras muy extrañas. Pero sin duda lo más maravilloso eran los
niños. Tan pequeños, tan frágiles, tan curiosos, le recordaban en sobremanera a
ella misma.
Mary era amiga en secreto de uno de ellos. Se
llamaba Tomás y todas las tardes su madre le dejaba en la biblioteca infantil.
A la hadita le hacía gracia que al diminuto humano le gustaran los cuentos
sobre magia. Pero las hadas de sus libros no se parecían a las reales, así que
a Tomás le encantaba oír historias sobre ellas.
Dicen que si prestas atención puedes verlas. Están escondidas en los
árboles, en las flores, entre el pelo de un perro y, a veces, entre nuestras
sábanas. Por la noche se cuelgan en nuestro oído y nos cuentan hermosas historias
para que soñemos.
Aún hoy Tomás sigue creyendo en ellas, y transmite la sabiduría de
Mary a sus hijos, pues nadie debería nunca olvidar que una vez fue un niño.
Irene, 2009.
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