Fue una mañana del mes ... Me hallaba yo tranquilamente tendida en la cubierta de aquel pequeño barco, contemplando las nubes distraída mientras el suave vaivén de las olas me mecía.
En mi ensoñación apenas me percaté de lo que sucedía a mi alrededor. El cielo se cubrió con un manto de terciopelo negro y el mar, hasta ahora en calma, se tornó turbio, tanto que parecía padecer los efectos de una tremenda borrachera.
Una ola traicionera golpeó en casco por la proa y me empujó violentamente a la popa, arrancándome de aquel estado de duermevela que había velado a mis ojos semejante evolución del paisaje que me rodeaba.
Agarré el timón con las manos temblorosas. Allí estaba otra vez, aquel sentimiento inmenso incontrolable, que nublaba mis sentidos y me sumía en el más completo de los vacíos. Le pregunté por qué había vuelto, si yo ya lo suponía olvidado. Como cabía esperar, no obtuve respuesta. No la necesitaba tampoco.
Y allí iba yo otra vez, tratando de mantener a flote como buenamente podía aquel barco que zozobraba en la oscuridad infinita del océano mientras las estrellas, burlonas, relucían allá lejos, libres de todas las preocupaciones y pensamientos que enturbiaban mi mente... Cuando al fin alcancé la orilla, aún estaban allí, esta vez más amables y acogedoras, pero aún con esa expresión burlona en un rostro que solo yo veía. Avancé a duras penas por la arena, en la cual me hundía hasta las rodillas. Y entonces lo encontré.
Al principio me pareció un sueño, llegué incluso a temer haberme ahogado. Sin embargo, deseché la idea tras pellizcarme un brazo y comprobar que aún vivía (pues es de esperar que si estás muerta ya no sientes dolor). Me hallaba frente a un hermoso manantial de agua clara y pura, cuyas aguas se diseminaban en millones de diminutas perlas al chocar con el suelo. Me percaté de cuanto se parecían aquellas perlitas a las estrellas.
Entonces me percaté de un hecho insólito. Aquel lugar parecía ignorar completamente eso que los entendidos llaman ley de la gravedad, pues las perlitas, tras chocar con el fondo, ascendían, perdiéndose en la infinitud de aquel manto negro. Y lo comprendí. Las estrellas, que bien es sabido son de naturaleza caprichosa, habían decidido mostrarme su secreto. Me incliné con precaución, pues aún no estaba segura de haber entendido el mensaje, y bebí un sorbo de aquel agua de estrellas. De repente la tempestad que azotaba el mar se calmó y volví a encontrarme (aún no he logrado adivinar cómo) tumbada sobre la cubierta de mi barquito, que seguía meciéndose al compás de las olas como si nada de lo acontecido le hubiera afectado.
Y así, sin querer darle más importancia al suceso por miedo a llegar a la conclusión de que había enloquecido, continué mi viaje, pero esta vez con la sonrisa burlona de las estrellas en mis propios labios.
Irene, 2012.
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