Aquel tímido riachuelo se abría paso borboteando al tratar de sortear las piedras que encrespaban su camino, y a sus orillas sendos abedules se erguían imponentes sobre sus retorcidas raíces.
Habían sus hojas cubierto el suelo, húmedo por la lluvia, regalando a la vista una nutrida variedad de ocres y dorados, intensificados por la luz crepuscular que hacía arder el paisaje.
Y allí, a lo lejos, en pos de unas gotas de lluvia rezagadas, el arcoiris enmarcaba la escena: perfecta, utópica, eterna.
Irene, 2012
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