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Las mil y una vidas

Era un muchacho corriente, sin ninguna cualidad que a simple vista le hiciera destacar sobre el resto, algo bajito y con el pelo siempre revuelto. Había vivido mil y una vidas, visto dos mil y un lugares y conocido la crueldad humana en toda la extensión de la palabra. De todo aquello había sacado algo en claro; sólo existía una cosa pura, verdadera e inagotable en el mundo: el amor. No un amor cualquiera, sino un amor capaz de atravesar mares y escalar montañas para alcanzarse.
En efecto, superficialmente podía parecer un chico más del montón, pero en realidad era excepcional.

La primera vez que la vio supo que pasaría el resto de su vida con ella. Y en efecto, así fue. Se enamoraron rápidamente, se casaron al poco tiempo y envejecieron juntos. Sin embargo, ella fue la primera en morir de los dos. En su lecho, ya muy enferma, casi delirando, le hizo prometer que nunca la abandonaría. Fue en ese momento cuando él comprendió que jamás podría hacerlo.
Perdido sin ella, se dedicó a viajar por el mundo hasta que su hora llegó. Poco antes de morir, se juró que no descansaría en paz hasta no haberla encontrado de nuevo. Él sólo quería volver a verla, poder sentir su presencia, sentir su cariño y, en definitiva, vivir.
Y así pasó el resto de sus vidas saltando de época en época, renaciendo con el único objetivo de volverla a encontrar. No era nada fácil, pues su relación no siempre era posible. En una ocasión, ella era demasiado joven; en otra lo era él. Una vez ella era un pajarito, y él la cuidó con todo su amor hasta que llegó el día en que comprendió que le partía el alma verla encerrada en una jaula y tuvo que liberarla. No obstante, descubrió con asombro que ella siempre volvía a su ventana y cantaba, y se preguntó si sentirían ambos lo mismo.  Solía dormirse pensando en el canto de aquella ave, imaginando que era el sonido de su voz. En otra vida, él era un perro. Vagó durante años por las calles hasta que la encontró y le adoptó, conformándose con dormir a los pies de su cama.
Pero peor aún que las vidas en las que no podía estar con ella eran las vidas en las que no la encontraba. Aquellas vidas siempre le sabían a poco; estaban incompletas. Aún con todo, aunque el dolor fuera a veces tan intenso que sentía que iba a estallar por dentro, él nunca dejaba de buscarla.
Y allí estaba sentado en la estación de tren, sin saber muy bien a dónde se dirigía, sintiendo sólo que tenía que estar allí, observando el ir y venir de la gente. De repente, entre el bullicio de la multitud, aparecio.
La primera vez que la vio supo que pasaría el resto de sus vidas con ella. Y en efecto, así fue.

Irene, 2013.

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