Érase una niña
que vivía en un océano de caras. No estaba muy segura de cómo había nacido, ni
siquiera sabía quiénes eran sus padres. Podría decirse que la niña tenía la
mente completamente en blanco.
Flotaba entre
las caras, que la cuidaban con innegable devoción: Ahora una le contaba
historias, ahora otra le mostraba qué alimentos eran los más nutritivos, ahora
otra le cantaba una nana mientras dormitaba en la otra…. Sus días pasaban de
esta manera, sin que la niña se planteara ni sus orígenes ni hacia dónde la
conducían sus pasos. Vivía sumida en la feliz ignorancia de quien nunca ha
conocido el mundo.
Hasta que un
día, paseando despreocupada por el fondo del océano de caras como acostumbraba
a hacer, lo encontró. Era un objeto extraño, uno que la niña jamás había visto,
y por ello captó inmediatamente su atención. Lo observó durante un largo rato,
temerosa de acercarse a él e intrigada por los impresionantes poderes que
parecía poseer. Al principio le pareció una especie de agujero en el suelo a
través del cual se observaba otro mundo, pero a medida que su temor fue
decreciendo y sus pasos aproximándose, se dio cuenta de que lo que parecía otro
mundo era en realidad una imagen duplicada del suyo propio. Finalmente, se
atrevió a cogerlo: lo tocó, lo giró, lo olió y lo lamió, pero no parecía tener
ninguna característica especial que explicara el extraño fenómeno que estaba
presenciando. Estuvo sumida en profundas cavilaciones durante largo rato, hasta
que por fin, de un salto, tomó el objeto y lo colocó frente a una de las caras,
comprobando satisfecha cómo su imagen se reflejaba en su brillante superficie, tal
y como había supuesto que pasaría. La cara quiso saber qué hacía la niña, y
cuando ésta se lo contó, rompió a reír y le explicó lo que era un espejo.
Maravillada, lo puso frente a su propio rostro, pero en él únicamente se
reflejaba todo cuanto se hallaba detrás de ella. Pensó que quizá estuviera
estropeado, pero descartó aquella opción cuando comprobó que reflejaba todo lo
demás sin error. Por primera vez, se dio
cuenta de que no sabía ni siquiera qué aspecto tenía ella. Aquel pensamiento la
llenó de inquietud hasta el punto de que no era capaz de dormir por las noches,
y finalmente tomó la decisión que todas las caras del océano temían: salir a la
superficie.
Caminó con pasos
temblorosos, ganando en seguridad conforme iba avanzando, hasta que su cabeza
emergió del océano y la luz del sol la cegó. Admiró su brillo y sintió su
calor, extasiándose con todo cuanto la rodeaba. Y entonces los vio. Tenían dos
brazos, dos manos, dos piernas… Se observó a sí misma y descubrió que ella
también los poseía. Era igual que ellos. Y así fue como la niña pasó de
perderse en un océano de caras a hacerlo en uno de personas. Las observaba día
y noche, buscando en ellas rasgos con los que se identificara. Pero en nada
parecía poder compararse con aquellos seres, capaces de lograr cosas
maravillosas utilizando únicamente su mente y sus manos. Así, decidió que si no
podía encontrarse a sí misma, sería como alguna de esas personas. Observó sus
movimientos meticulosamente hasta que halló a una que produjo en ella una
inmensa admiración. A eso quería aspirar, eso quería ser ella.
A partir de ese
momento, se dedicó a seguir a aquella persona allá donde fuera, tratando de
fijarse en su ejemplo. Empezó a imitar cada uno de sus movimientos, su forma de
andar, de hablar… Hasta tal punto que llegó a convencerse de que eran
exactamente iguales. Y como eran iguales, era lógico pensar que les gustaban
las mismas cosas y podían hacer las mismas actividades. Al principio le
resultaba divertido, pero fue volviéndose algo cada vez más personal, pues fue
conformando su propia personalidad de la de aquella persona, terminando por
convertirla en la suya propia. Iba donde la otra iba, hacía lo mismo, incluso
trataba de expresar los mismos pensamientos que creía que expresaría su modelo.
Por fin llegó el día en el que decidió que ya estaba lista para ponerse frente
al espejo, y así lo hizo. Esperaba ver a una persona genial, hermosa,
triunfante… Todo aquello que ella veía en su modelo, sin embargo, la imagen que
la contemplaba desde el espejo era bien diferente; en aspecto era exactamente
igual que el modelo a excepción de un pequeño detalle: no tenía rostro.
La niña se
volvió loca. Todo cuanto había hecho, el esfuerzo y el sacrificio dedicados a
obtener una personalidad no habían servido para nada. Seguía sin saber cómo era
ella. Rompió el espejo, enrabietada, grito, blasfemó y, por último, lloró.
Estuvo así durante horas, encogida sobre sí misma, con los ojos convertidos en
dos abundantes cascadas y sin poder parar de repetir la misma angustiosa frase:
“¿quién soy yo?” Por primera vez desde que había abandonado el océano de caras
que la vio nacer, se dio cuenta del pánico que le inspiraba la respuesta a
aquella pregunta. De repente, sonó una voz, como un eco procedente de ninguna
parte. “Eres una sombra” repetía una y otra vez, amenazadora y escalofriante.
La niña se levantó y exigió al propietario de esa voz que se mostrara frente a
ella. Cuál fue su espanto al comprobar que la voz provenía de uno de los
pedazos del espejo roto, pues era la suya propia.
Se miró las
manos, los brazos, las piernas… Toda ella era oscuridad, sin importar la luz
que hubiera a su alrededor. Efectivamente, se había convertido en la sombra de
la persona que hasta el momento había considerado su modelo. No era nada, era
etérea, una copia de la realidad. Y entonces, cuando ya era demasiado tarde
para rectificar, comprendió su error.
Siempre había
sabido quién era, pero el temor a la pregunta le impedía ver la respuesta. Y
por culpa de ello, ahora no era nada. Sólo una figura más que se deformaba
dependiendo de dónde viniera la luz. Una sombra más del océano.
Irene, 2014.
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