Se levantó con el sonido del despertador, como cada mañana,
antes de que el propio sol hubiera amanecido. Las calles aún estaban
entumecidas por la lluvia de la noche y la quietud se veía cruzada por el
quejido de las rejas de los comercios, del descorrer de cerrojos y del alzar de
persianas. Pero sus ojos se resistían a abrirse a todo eso y, entrecerrados
como estaban, apenas sí le permitían vislumbrar el camino hasta el cuarto de
baño.
Desayunó con calma, acompañando el
masticar de sus tostadas con el tic tac del reloj. Retrasaba lo inevitable,
pues en algún momento llegaría el momento en el que tendría que vestirse. Apuró
hasta el último instante antes de dirigirse a su ropero, contemplando el
interior como si se tratara de un complicado acertijo. El día al que debía
enfrentarse era especialmente complicado, no podía llevar cualquier cosa. Su
jefe ya llevaba un tiempo presionando a
su plantilla para que aumentara la producción, como si gritando se trabajara
más deprisa. Raro era el día que no se llevaba una reprimenda y salía de mal
humor de trabajar, deseando llegar a casa lo antes posible. Pero ese día no iba
a poder hacerlo, porque después de trabajar tenía que ir a comprar con su mujer
lo necesario para acomodar la habitación del inminente bebé.
No, no valía cualquier cosa aquel
día. Necesitaba algo que le permitiera mantener un aspecto indiferente ante las
réplicas de su jefe, algo que le ayudara
a recordar que, a pesar de todo, trabajaría con el mismo ahínco de siempre, que
le permitiera recibir las críticas de su superior sin que estas amedrentaran su
espíritu. Además, necesitaba algo que también le valiera para aguantar toda la
tarde de compras con esa misma impasibilidad y que al mismo tiempo reconfortara
a su mujer. Desde que se había quedado
embarazada, su mujer estaba cada día más nerviosa. Deseaba con ferviente
impaciencia que llegara el día, y para aliviar la espera, habían decidido
decorar la habitación del bebé. Su idea había sido hacerlo poco a poco, pero
sabía que tendría que elegir entre cunas, carritos y colores que aunque le
parecieran todos iguales, por lo visto no lo eran. Sí, necesitaba algo que no
disminuyera el entusiasmo de su mujer, algo que no reflejara el cansancio de lo
trabajado durante el día.
Suspiró y se llevó una mano a la
cabeza, repasando desde su interior todas las opciones de que disponía.
Finalmente, tomó una, se la probó y comprobó satisfecho que era la adecuada
para aquella ocasión. Así, se ciñó la sonrisa de complacencia al rostro y salió
de casa, dispuesto a enfrentarse a aquel día.
Irene, 2015.
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